miércoles, 29 de septiembre de 2010

Viajar

 Los viajes son algo así como una puerta por donde se sale de la realidad conocida, para penetrar en una realidad inexplorada que parece un sueño. ¡Una estación! ¡Un puerto! ¡Un tren que silba y escupe su primera bocanada de humo! ¡Un gran vapor que sale lentamente de la bahía pero cuyos flancos se estremecen de impaciencia y que va a a desaparecer en el horizonte, en demanda de nuevas tierras!  
 ¿Quién puede ver esto sin envidia, sin sentir que se despierta en su alma el anhelo de los largos viajes? Se sueña siempre en un país preferido, quien en Suecia, quien en las Indias, éste en Grecia, aquél en el Japón. Yo me sentía atraído hacia el África de un modo imperioso, por la nostalgia del desierto desconocido como por el presentimiento de una pasión que va a nacer. Salí de París el 6 de julio de 1881. Quería ver aquella tierra del sol y de la arena en pleno verano, bajo el calor bochornoso, bajo la furia cegadora de la luz. Todos conocen la magnífica poesía de Leconte de Lisle:

Midi, roi des etés, epandu sur la plaine,
Tombe en nappas d’argent, des hauteurs du ciel bleu.
Tout est tait. L’air flambois et brule san halaine;
La terre est sasoupis en sa robe de feu
.

El mediodía del desierto, el mediodía fulgurante por la arena inmóvil y sin límites es lo que me ha hecho dejar las floridas orillas del Sena cantadas por la señora Deshoulières, los frescos baños de la mañana y la verde sombra de los bosques para atravesar las ardientes soledades.


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