sábado, 11 de junio de 2011

Un día vi llorar una niña en el espejo. Le dije que se levante del piso, que tenía algo para decirle. La tomé de la mano y la llevé a otro lugar. "Dime algo que ames con locura" le dije. "Las luces de la cuidad" manifestó. Me eché a correr, y me siguió como si fuera mi sombra. Caminamos por las calles, y le vi el rostro otra vez cuando miré el reflejo de un nuevo edificio. La luces de la cuidad brillaban en sus ojitos. Los años pasaron, y hoy ella es casi una mujer. A veces llora, porque el mundo le pide que sea perfecta. Un día se enojó porque no le gustó cómo se le veía el viejo jean azul. Otras veces se queja porque no es tratada como se merece, pero se levanta rápido. Y no importa cuántas veces se caiga sobre la misma piedra, ella se vuelve a poner de pie. Algunos días se llena de ilusiones mundanas, otros días respira sueños blancos llenos de arena y mar. Otras veces se maravilla con historias sobre bosques y montañas, y a veces cree enamorarse de príncipes que, según ella, existen en el mundo real, no sólo en los cuenos de hadas. Y cuando soy yo la que derrama lágrimas, la busco en el espejo y me lleva a ver las luces de la cuidad. Hablamos sobre estrellas mientras le hago jurar que nunca se aleje de mi. Ella entre carcajadas me dice que jamás podría, porque ella vive en mi.


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